Ann y RobertRelatos Románticos y Fantásticos.
Volumen I
Ana |
Edición en formato digital: mayo de 2011
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PARA MIS TRES AMORES, MIS HIJOS ANA Y RAÚL Y MI MARIDO JUANJO, SIN ELLOS HUBIERA SIDO IMPOSIBLE CREAR ESTAS HISTORIAS.
En el orfanato hacía demasiado frío. Estábamos todos muy juntitos en el desayuno, por decir algo. Un mendrugo de pan y un tazón de leche aguada.
Era mi último día. Había cumplido dieciséis años y tenía que irme a buscar la vida.
Siempre he vivido allí. Me encargaba de los bebés, me iba a dar mucha pena abandonarlos. Si tuviera suerte y encontrara algún trabajo, donaría dinero para todos los niños.
Pensaba ir a visitarlos las veces que pudiera.
Lo primero era situarme en el mundo tan miserable que me había tocado.
Mis compañeros estaban muy apagados, era una madre para todos ellos. Les daba todo mi cariño y comprensión.
Nunca los iba a olvidar, les prometí que no los abandonaría y estaría en contacto con ellos.
El director del centro, no era mala persona. El problema era su falta de espíritu para recaudar fondos para los pobres huérfanos.
Yo siempre le insistía en ir a la alta sociedad londinense y hablarles de las malas condiciones en las que vivíamos los más desfavorecidos.
El pobre hombre era demasiado mayor y con poca iniciativa.
Jamás supe como llegué al orfanato. No tengo recuerdos de mi niñez. Mr. Bearn, el director, no sabía nada sobre mis orígenes.
Por lo visto, me dejaron en la puerta, metida en una cesta con una manta de cuadros rojos y amarillos. Llevaba una ropa muy limpia y cara. Y una cruz de oro colgaba de mi cuello.
Son los únicos objetos de los que dispongo. Ya los he reunido en una bolsa de tela, que he cosido de los retales que han sobrado, al cambiar las colchas viejas llenas de agujeros.
Por una parte estaba contenta de salir de la pobreza y tristeza. Aunque mi corazón sufría por mis pobres compañeros. Siempre he luchado a favor de ellos. He tenido que ser más fuerte que los demás. Algunos niños, han sido muy duros y rebeldes, había que ponerlos en su lugar. No debían abusar de los más débiles y menores.
Agatha, mi mejor amiga, se quedaría a cargo de mis responsabilidades, todavía le quedaba un año, para cumplir mi edad. Somos como hermanas, ella también llegó aquí siendo un bebé. Su madre, la dejó porque no tenía dinero para alimentarla. Era viuda, su marido había muerto en alta mar. Y tenía cuatro hijos más que mantener. Encontró un trabajo de nodriza y con el bebé no podía tener alimento para otro niño.
Desde entonces no sabía nada de ella. Agatha, no tenía intención de buscarla.
Todos los días, Miss. Herbert, nos daba clases gratuitamente. Es una buena mujer, ya tiene muchos años y nunca se casó. Nos quiere como a unos hijos.
Yo he aprovechado todo lo que me ha enseñado. Incluso he aprendido francés. Tengo mucha facilidad para memorizar.
Estoy preparada para ser una buena institutriz o una dama de compañía.
El problema, según me ha comentado Miss. Herbert. Van a ser los señores de las casas o los hijos más mayores. Suelen propasarse con las jóvenes que vienen del orfanato.
Cuando salgo a la calle. Voy disfrazada de chico. No deseo meterme en problemas.
Mi larga melena dorada y ondulada, llama la atención, al igual que mis ojos color ámbar con largas pestañas y cejas muy finas de un tono más oscuro que mi cabello. La piel es demasiado blanca y lo labios muy rojos y gruesos. Mi nariz es recta. Y soy muy alta y esbelta.
Suelo vestirme con unos pantalones anchos atados con una cuerda, para que no se me caigan, una camisa de cuadros, un abrigo muy largo que me llega hasta mis desgastadas botas y una gorra negra, donde oculto todo mi pelo.
Me tizno con carboncillo por la cara, para disimular mi palidez. Y los labios me los decoloro con un poco de pintura blanca, sacando polvillo con dos piedras del mismo color.
Nadie, se fija en mí. Es una ventaja. Paseo libremente por los muelles, los parques y las callejuelas de Londres. Parezco un pilluelo y ninguna persona se arrima , por si les voy a robar algún objeto de valor.
Ya ha llegado la hora de marcharme. Mis queridos amigos y compañeros se han puesto en fila para darme besos y cada uno me ha hecho un regalo. Los abrazo muy fuerte y las lágrimas nos recorren a todos las sucias caras. Les vuelvo a prometer que nunca dejaré de quererles y que cuando pueda los iré a ver.
Mr.Bearn y Miss. Herbert. Me esperan con los brazos abiertos, ellos se suenan la nariz de lo emocionados que están.
-Querida, Ann, te deseamos lo mejor. Has sido y serás la mejor niña que hemos tenido, desde siempre. Eres un ejemplo para los demás niños. Y te vamos a echar mucho de menos y a recordarte con todo nuestro cariño. Miss. Herbert y yo, hemos podido reunir una modesta cantidad de dinero para que puedas pasar una semana, en una habitación de alguna posada.
Debes tener tiempo para encontrar un empleo y no morirte de hambre. Es poca cosa lo que te damos, pero esperamos que te ayude a superar tus primeros días como adulta.
-¡Oh! ¡Son muy generosos y bondadosos! ¡Muchísimas gracias! ¡Nunca me olvidaré de lo amables que han sido conmigo y la educación que he recibido!
Miss. Herbert, no podía articular ni una palabra, con un pañuelo se sonaba la nariz.
No os pongáis así, prometo volver a veros.
Siguieron llorando todos. Mi amiga, Agatha, me abrazó y me besó con fuerza.
-Te queremos, Ann. Disfruta y vive la vida. No te preocupes en cuanto te marches pondré orden a toda la pandilla.
Les saludé con la mano, tirándoles un beso soplado y me despedí, con los ojos llorosos.